viernes, 31 de marzo de 2023

Relato: Cerrado (#EstrellasDeTinta2023 marzo)

Y ya dejamos atrás marzo con esta entrada que contiene relato y microrrelato para el reto de escritura
creativa #EstrellasDeTinta2023, espero qué os guste y no olvidéis comentar. 

Cerrado

Aquel verano hacía calor, los insectos del campo nos ensordecían con sus berridos agudos. Miguel iba delante, a la carrera, atravesando el campo de centeno dorado como un surfista en plena ola.


—Vamos Luciérnaga, no te quedes atrás.


Solo él me llamaba así. Sus amigos, Sandro, Juaquín y Paulo le seguían de cerca, pero ninguno tan radiante. Miguel era el más alto y sus rizos castaños destacaban sobre las cabezas de los demás. Entre risas y carreras, pasábamos las tardes recorriendo campos sin senderos y chapoteando a las orillas del río, a la búsqueda de tesoros de los que presumir. Aquél día, en parte por nuestro afán de explorar y en parte por una conversación adolescente que había terminado en frases insinuantes y retos velados, empujó al grupo a una aventura que no íbamos a dejar escapar, a pesar de que, seguramente, todos pensábamos que sería una gran estupidez, que nos iba a llevar más horas de las que merecía y que, al final, resultaría ser una pérdida de tiempo como tantas otras.


Pero los adolescentes siempre tienen todo el tiempo del mundo que desperdiciar y las novedades suelen ser bien recibidas.


Como yo.


Yo era la novedad ese año. Nos mudamos allí durante un tiempo por el trabajo de mis padres: algunos negocios, ventas de propiedades, cosas de adultos. Así que llegamos a un par de meses de terminar el curso y estábamos pasando el verano de vacaciones en el campo.


—Es una vieja fábrica de tela —dijo Sandro, señalando con la cabeza a la antigua construcción de la montaña— vamos a verla.

—Menuda basura, parecen ruinas —Paulo se llevó su trozo de raíz de regaliz masticada de nuevo a la boca— Yo paso.

Juaquín se burló de él en lenguaje de señas.

—Vete a la mierda, no soy un miedoso, puedo ir si quiero —se defendió.

—No se puede llegar, —dijo Miguel, llamando la atención de todos al levantarse del banco de madera, donde estábamos compartiendo pipas y golosinas— Una riada se llevó el puente hace como cien años.

Sandro se alzó también, muy poco dispuesto a dejar pasar la oportunidad de lucirse:

—Fran, el de la panadería, dice que algunos de cuarto lograron pasar a través de las cuevas por un túnel muy bajo, y que hay un montón de cosas allí, pero les dio tanto miedo que no han vuelto, jajaja, menudos perdedores.

—¿Las cuevas? —Miguel miró hacia la zona norte del río con un brillo de emoción en los ojos.


Como si alguien hubiera accionado algún tipo de resorte, los cinco habíamos echado a correr hacia allí y en unos minutos estábamos con los pantalones arremangados, el agua por las rodillas y las deportivas pringadas en el lodo del fondo del riachuelo, mientras cruzábamos la corriente hacia el otro lado, hacia las rocas. Nos conocíamos bien el lugar, quedaba cerca de los cultivos de regadío y pasábamos las tardes al calor del sol y matando el hambre interminable que tienen los niños con los preciados frutos del trabajo de los agricultores del pueblo, muy a su pesar, aunque siempre con respeto, sin coger más de lo que íbamos a comer.


También conocíamos las cuevas, pero salvo una vez, no solíamos adentrarnos por las grutas por puro sentido común. Y aquella única incursión, ayudados de la luz del teléfono no tan moderno de Paulo, terminó unos minutos más tarde en un decepcionante, oscuro y rocoso callejón sin salida.


Con el chapoteo del agua en nuestros zapatos como único sonido y de nuevo armados con el único teléfono del grupo, buscamos por la gruta ese túnel bajo sin mucha fe. Para sorpresa de todos, apareció. Miguel pasó primero y los demás uno a uno fuimos colandonos tras él, siguiendo la luz. Yo fui la última, me dio la mano para ayudarme a levantarme y ya no me soltó. Me ayudó a sortear cada obstáculo, me alzó en cada salto y al llegar al precipicio bajo los restos del antiguo puente, me cogió en brazos y prácticamente voló al saltar al otro lado.


—Eres demasiado pequeñita —me dijo casi en tono de burla.

Yo suponía que, aunque salvo yo, todos tenían trece años, ser el más grande del grupo le hinchaba de ese deber de hermano mayor protector que le hacía cuidarme como una princesa, pero mi corazoncito de doce años revoloteaba como un pájarillo sin saber donde esconderse solo con su presencia. Yo no me fijaba entonces en cómo le miraban los demás, ni en los motivos de aquellas peleas de gallitos tan obvias, solo éramos niños. 


Siempre mirando hacia las ruinas, cruzamos los campos abandonados de aquella colina aislada, rodeada de acantilados, y llegamos hasta el umbral del edificio. Podía verse claramente que estaba en un lastimoso estado de degradación, el alto techo se había hundido casi por completo, dejando una suerte de dibujo lineal de vigas de madera podrida regadas por el suelo. Mesas carcomidas, maquinaria oxidada, todo estaba allí. Demasiado lejos para los saqueos, imposible cruzar nada de un lado al otro del acantilado por las cuevas y estaba claro que jamás se iba a arreglar un puente de semejantes dimensiones para acceder a ningúna parte. Quizá si la fábrica siguiera en pie, quizá si se hubiera hecho entonces… pero parece que allá por los 50, ya estaba hundida en deudas.


Exploramos entre risas y juegos, curiosos de los tesoros que encontrábamos a cada paso. Oficinas, talleres, laboratorios, enormes tanques de agua que aún llenos por la magia de las lluvias, conservaban carpas inmensas en su interior. Jugamos a escondernos, a hacer equilibrios en lugares que los adultos hubieran encontrado de lo más demencial, y me metí en un contenedor de telas e hilos, buscando colores para hacer pulseras. Podía oír a los chicos jugando justo al lado, en las taquillas. Cuando sus voces empezaron a sonar bruscas, agresivas, solté la pulsera a medio hacer y fui hacia ellos.


Encontré a Sandro saltando sobre una taquilla volcada y a Juaquín y Paulo tonteando alrededor.


—¿Qué pasa? —pregunté buscando a Miguel con la mirada sin llegar a entrar a la habitación.


Todos pararon en seco y Sandro aseguró que nada, que Miguel se había enfadado y se había marchado corriendo. Yo no entendía nada, pero sin dejarme tiempo para preguntar, empezaron a correr hacia la gruta llevándome a rastras, como si le fuéramos persiguiendo. Juaquín me ayudó a saltar y al llegar al río había la misma luz fuera que dentro de las cuevas. Cruzamos rápido, sin ver, mojándonos más de la cuenta. Llegué a casa tarde pero con la fiebre tan alta que no hubo regañina. Pasé 9 días en el hospital de la ciudad con una infección respiratoria grave.


Nadie vino a verme.


Cuando me dieron el alta no volví al pueblo, mis padres estaban ya instalados en la capital.


No fue hasta cinco años más tarde que no volví a ver a Miguel. Un coche embistió al mío de frente. Dicen que técnicamente estuve muerta por doce minutos. 


Cuando desperté, él estaba allí, en el pasillo, lo vi desde lejos y le saludé. Cuando me vio sonrió. Estaba igual. Desde entonces, venía a pasar las horas sentado junto a mi cama, luego nos veíamos de vez en cuando, a escondidas, encuentros breves que me alegraban el día.



Yo hablo y hablo. Miguel me escucha, paciente, como hace siempre. Estoy emocionada. Voy a volver al pueblo. Tengo unos días libres por mi veinticinco cumpleaños y me apetece mucho dedicarlo a recordar. El viaje es corto, a veces creemos que esos lugares están tan lejos, en otra época, en otra vida y en realidad están tan cerca que parece algún tipo de encantamiento.


Aparco cerca del río, paseo hasta el borde y puedo oír a Miguel burlándose de lo poco que he crecido y de que tendrá que llevarme de nuevo en brazos. Me sonrojo y sonrío, pero cruzo el agua sin problemas. Enciendo la luz del móvil y cruzo la gruta sin dificultades. El precipicio sigue siendo tan alto como recordaba. »¿Estás segura de que quieres saltar?« Miguel suena más serio de lo que esperaba, no sé si por que no me cree capaz o por miedo. Puede que ambas. Salto, llego al otro lado por los pelos, pero el resto es coser y cantar. Salgo de la gruta y no tardo en acercarme a la fábrica. 

—¿Estás segura de que quieres entrar?

—Claro Miguel, ¿recuerdas el miedo que daba este lugar?

—Mucho —dice con tristeza en la voz mientras recorremos los restos demacrados de algo que ya no puede reconocerse.

—Lo recordaba más grande.

De pronto veo una vieja pulsera desgastada y a medio terminar en el suelo y delante, la sala de las taquillas; no ha cambiado.


—¡Mira!

Me lanza una mirada triste y niega con la cabeza. Empiezo a sentirme mal mientras me acerco a las taquillas del suelo.


Una barra de hierro cruza el cierre de una de las taquillas, bloqueándola. Me agacho y miro a Miguel que me dedica una pequeña sonrisa antes de que la sombra se lo trague y desaparezca. Miro de nuevo hacia la taquilla, de cerca, a través de la rejilla de la puerta, puedo ver sus rizos castaños.



Fin

Espero que se entendiera. Aquí los objetivos:
Título: Cerrado.
palabras: 1537
Objetivo Principal: 7- vínculo con criatura sobrenatural.
2º1 y 2:13 y 15, primer amor y búsqueda del tesoro.
contiene: 14, 29, 31.
Protagonista femenina.


Microrrelato:
Este micro está basado en el relato de Juan titulado "Amor sintético" que podéis encontrar aquí: https://sinciforma.blogspot.com/2023/02/estrellasdetinta2023-amor-sintetico.html


Estaba harta de tanto tiro y tanta tontería, en aquél barrio ni policías ni leyes pintaban nada y no había quien no traficara con archivos, piezas de recambio o unidades completas. Mi vecino era un buen tipo que acababa de quedarse sin su querido robot. Vale, era un rarito que trataba a su robot sexual como su amiga de la infancia, pero sabéis qué? eso es lo menos raro que puedes encontrar por aquí y las buenas personas merecen cosas buenas. Abro de un portazo tirando a tres de los agentes al suelo, no tienen tiempo de reaccionar, desarmo al otro y disparo la bomba de plasma aturdidora. En un segundo todos están en el suelo. 
>>Anda, coge la chaqueta, te invito a un café<<.


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